lunes, 1 de noviembre de 2010

No solo es Néstor, somos nosotros, los muchachos de los setenta.


Por Daniel Cavallero

Estábamos alejados. Los años de plomo primero, el exceso de cautela y los precarios y tenues pasos del retorno democrático de los ochenta, nos habían ido acorralado en nuestras vidas privadas. O hacer dinero, o triunfar en la profesión, o simplemente ser buena gente, buenos padres.
Los noventa completaron el alejamiento de la política de una parte importante de nuestra generación. Había que tener mucho coraje y temple para intentarlo, en medio del final de la historia, la caída de la bipolaridad y el predominio de los rapaces.
Nuestras epopeyas de aquél entonces, para algunos eran un relato melancólico y para otros una sobreactuada autocrítica-furiosa de conversos.
Entonces parecía que se llegaba por fin a la edad en la que uno se repliega en los cuarteles de invierno, a esperar nomás que el tiempo simplemente transcurra.
Alejados de la idea del protagonismo, replegados en la mas o menos exitosa vida privada, los militantes de los setenta, ahora cuarentones mirábamos la fiesta de pizza y champán de reojo, asqueados. Y nuestros hijos adolescentes nos reprochaban que toda aquella sangre había servido sólo para que cualquier usurpador hiciera bastardas cosas y la palabra "políticos" significara justamente: Delincuentes, mediocres, trepadores, traidores, vendepatrias.
Las módicas esperanzas que se abrieron con las construcciones anti-capitalismo salvaje desde mediados de los noventa, terminaron con la frustración que parecía ya definitiva en el estallido de la coalición pusilánime que tuvo que huir en 2001.
Ya cincuentones, muchos de nosotros nos fuimos a trabajar de inmigrante a España, o vimos cómo muchos compañeros puteaban al aire ya contra toda promesa, contra ninguna esperanza. Era el definitivo fracaso de la idea de que hacer política podría ser útil para mejorar nuestra vida, el futuro de nuestros hijos.

La aparición de Kirchner en el escenario nos simpatizó mas que todo porque veníamos de los serios acartonados cagadores. Y este flaco con sus trajes cruzados pasados de moda, su firmar los libros supremos con una birome barata, con su jueguito medio torpe con el bastón presidencial y esa morocha preciosa de esposa mirándolo divertida. Nos cayó bien cuando dijo que era un tipo común con una misión poco común.
Todas las demás sorpresas fueron buenas. Lo trajo a Fidel, y lo vimos a Fidel horas hablando libre en las escalinatas de la Facultad.  Y cuando Bush en Mar del Plata, le armó un contracongreso, con Maradona y Chávez cantando ¡ALCA ALCA al carajo!
Le puso el pecho a la vomitiva corte suprema del sultanato, y los sacó a patadas, con la ley en la mano. Y abrazó a Hebe y a Estela, que comenzaron a transitar el Palacio como nunca antes, como nunca antes.
Muchos antes hicieron extensos aunque siempre incompletos inventarios de las buenas cosas que fueron ejecutadas desde aquél 25 de mayo de 2003 por Néstor y Cristina. No es aquí donde vamos a repetirlos. Pero hay otra enumeración imprescindible.
Son los millones de los beneficiados por el cambio de timón de las políticas de gobierno.
Son nuestros hijos, que comenzaron a gustar de hacer política.
Y somos nosotros, los compañeros de promoción del flaco, que sentimos que el flaco nos  mostraba un camino posible, para acometer acciones posibles por el bien de la Patria. Nos devolvió la dignidad a la generación de cincuentones que padecíamos la pregunta de los jóvenes que nos miraban como a soñadores frustrados.
Hoy, cuando el flaco terminó de darlo todo por todos nosotros, sentimos también que hay una generación de jóvenes que clama por ocupar el espacio que rápidamente debemos dejar libre, como ya lo hizo el flaco.