miércoles, 22 de abril de 2009

Perros playeros. Con ver gente, está bien.



Chiozza hace notar que cuando uno llega a la casa y hay algún desorden provocado por alguna mascota, si uno se pone a protestar, amenazante, el perro que nada hizo sigue tranquilo moviendo la cola y el que hizo el desorden, baja la cabeza y mete la cola entre las patas. Es una prueba de que estos animales tienen culpa, memoria, y conciencia.

Cualquiera que guste de caminar por las playas del sur, a la vera del mar, se ha sentido con frecuencia gratamente sorprendido de que siempre hay un perro que acude para hacer compañía. Camina junto a uno kilómetros, tal vez juguetea con algún palo o corre a unas gaviotas de a ratos. Pero sigue con uno todo el recorrido. El acompañamiento termina en los límites playeros. Uno se interna en el pueblo, pero el perro vuelve al lado del mar.  Ambos disfrutamos del momento convergente.

Esto lo hacen a cambio de la misma gratificación que uno obtiene: Un rato de compañía. No piden comida ni abrigo, a veces ni siquiera caricias. Lo mismo que dan, es lo que suelen esperar. Es así de simple. La armonía que brinda el caminar junto al mar, el escuchar la brisa en la piel y la música zen del mar yendo y viniendo. La visión de ese agradable horizonte nos brinda a los caminantes (a los dos caminantes) un reparador equilibrio. Un equilibrio que no se rompe. Salvo que . . .

Salvo que alguien no sepa, no pueda, mantener ese equilibrio. Entonces, ese alguien piensa que el perro se enamoró de él. Que ese perro quiere ser adoptado, o abrigado o alimentado.  Esa falta de percepción del anhelo del otro,  esa equivocación se transforma muchas veces en acto. Y ese alguien equivocando el mensaje de la armonía zen del mar, el horizonte, la brisa, las gaviotas, el andar y los perros, rompe el equilibrio. De la playa, del momento completamente desaprovechado y de la vida del otro (que es el perro) y seguramente de más otros.

No voy a abundar. Ya se sabe: El perro, que disponía de un lugar vital de muchos kilómetros de extensión, junto a otros congéneres con los que se reproducía, jugaba, competía y armonizaba. . . termina desarraigado, castrado, vacunado, bañado, rapado y viviendo en el mejor de los casos en el fondo de una casa o en un departamento, hipótesis ya trágica. El relato del "adoptante", hablando de que en verdad el perro con su mirada "triste" pedía ser adoptado y otros detalles bizarros, me los ahorro.

Es notable lo mucho que les cuesta a algunas personas comprender que cada uno tiene su propio universo interior. Que cada uno tiene sus propios anhelos, su propia imagen de lo que quiere como futuro, su personalísima idea del bienestar, o simplemente del estar. Y que cuando dos se acercan, y comparten una parte del camino de la vida, no es porque sean iguales. Simplemente es porque han coincidido en este tramo del camino, y pueden transitarlos juntos armónicamente no porque son iguales sus caminos, sino porque de momentos son convergentes.

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